La Fiesta brava y las Peleas de gallos son ’espectáculos’ donde se tortura y se prolonga la agonía de un animal con la finalidad de entretener a un público enfermo que encima vitorea la saña en esta carnicería. Dejan de lado la ya de por sí polémica justificación del sacrificio para el consumo humano, su impacto económico es irrelevante y la misma UNICEF ha reconocido que no se trata de cultura.
En sus limitaciones, la defensa que los masoquistas hacen sobre ambos espectáculos, son tan endebles como su ética.
Uno de los argumentos preferidos para la defensa de dichas prácticas es la supuesta preservación de la especie. Sin embargo, basta una simple búsqueda en la red para apreciar que el gallo de pelea es un ejemplar del pollo doméstico cuya característica es la agresividad y lo mismo sucede con los toros de lidia, los cuales sólo se diferencian del ganado por tener la misma actitud entre su población heterogénea. Es así que suprimiendo este espectáculo para enfermos no provoca ningún riesgo para la desaparición de su especie.
Sabiendo que la cría de ambos especímenes se realiza para consumo humano y que sólo una mínima parte es destinada a espectáculos masoquistas (menos del 0.1% de la producción total, en una estimación sobradamente optimista), es simple inferir que su supuesto impacto económico es despreciable. Es una característica de los defensores de estas prácticas que inflen sus estimaciones derivado de que ni siquiera cuentan con una clave económica para su actividad (SCIAN), pues no es representativa. También hay que considerar que ninguna supuesta derrama puede estar por encima de la ética, pues no porque las actividades delictivas, por ejemplo, sostengan a un número considerable de familias, pueden permitirse, pues se vulnera el estado de derecho.
La Secretaría de Cultura ha sido enfática en señalar que ni la Fiesta Brava ni las Peleas de gallos son culturales, pues cometen actos de crueldad animal e incluso hay afectaciones sanitarias, además de vulnerar los derechos psicológicos para las infancias. La misma Secretaría de Relaciones Exteriores nunca ha intentado ingresar ante la UNESCO una solicitud que considere dichas prácticas como patrimonio cultural.
Los defensores de las prácticas masoquistas en animales también han querido equiparar el consumo animal con la tortura de los mismos para el entretenimiento, como si se tratase de una práctica inevitable y hasta natural. Si bien es cierto no son pocos los ganaderos que crían a los animales bajo condiciones sumamente deplorables, también lo es que el sacrificio es un acto que se realiza para la satisfacción de una necesidad biológica indispensable; así pues, no es necesario torturar ni maltratar a los especímenes para llegar a su cometido original ni cuando se consume la carne existe la solicitud por parte del comensal para que este sufra y se prolongue su agonía en su presencia, siendo un argumento limitado, burdo.
Probablemente la cuestión más grave sea que diversos estudios psicológicos alrededor del mundo recogen la relación entre determinadas enfermedades mentales y el maltrato contra los animales. Especial importancia adquiere el Trastorno Disocial, que recogido en el DSM-IV expone como uno de los criterios “la manifestación de la crueldad física contra los animales”. Este trastorno se caracteriza por un patrón repetitivo y persistente de comportamiento en el que se violan los derechos básicos de otras personas o normas sociales importantes propias de la edad.