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Dos crímenes

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Marzo 02, 2019 17:35 hrs.
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Emmanuel Ameth › Emmanuel Ameth Noticias

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Un pequeño golpe en el volante con la palma derecha de la mano fue la ruptura del ensimismamiento en el que se encontraba Fernando. Se dijo a sí mismo que no tenía por qué estar nervioso, que la razón estaba de su lado y que habiendo tantos testigos en tan diversas circunstancias, pese a que transita por caminos tortuosos, la verdad siempre llega puntual a donde es citada. Luego soltó una pequeña mueca que asemejaba la risa al darse cuenta de que hablaba consigo mismo y que lo único que tenía que hacer era un pequeño bombeo para que su vehículo esta vez encendiera, incluso giró la llave con menos fuerza de lo que hace normalmente; nunca le había llevado más de tres intentos y esta no fue la excepción para escuchar el motor trabajando.

Salió de la Universidad igual que como tantas otras veces y condujo hacia su destino. Quiso tranquilizarse escuchando la radio en lugar de reproducir el disco que tenía en el estéreo, uno que primero escuchó por cariño hacia quien se lo obsequió y después porque a fuerza de la costumbre se hizo parte de su compañía durante un trayecto de más de media hora que siempre hacía de noche.

Nunca se consideró supersticioso ¿Cómo era posible haber tenido un mal presentimiento acompañado de un sudor frío para un hombre de ciencia? se decía. Sin embargo, el recordar las palabras secas del rector, acompañadas de su mirada con un desprecio apenas disimulado que ya le había proferido un par de ocasiones, le rememoraba esa sensación si no de miedo sí de incomodidad.

’El lunes hablamos, José. Te espero en mi oficina’ es una frase que puede interpretarse de muchas formas, tan variadas como la misma entonación permita.

Al rector lo conoció como docente y si bien nunca convirtieron el compañerismo en confidencia, la relación no se limitaba a un simple saludo o a la siempre recurrida plática sobre el clima o el tráfico. Algo sin embargo se rompió desde la primera ocasión en que Marco creía que iba a ser rector.

“El recordar las palabras secas del rector, acompañadas de su mirada con un desprecio apenas disimulado que ya le había proferido un par de ocasiones, le rememoraba esa sensación si no de miedo sí de incomodidad”

A sus compañeros ya no los veía como iguales aunque la necesidad obligaba a no mirarlos hacia abajo, una condición que puede hacerse incluso si se es de estatura pequeña como Marco, pero la que quería compensar aspirando a lo alto. Las palabras que cruzaba con los demás y sus expresiones eran las de una falsa empatía, justamente como se definen las interacciones que se dan por conveniencia, pero aún así todos le correspondían entendiendo el mensaje que daba entre líneas y que se resumen en un “apóyame, nos irá bien”.

Pero Marco perdió en su primer intento. No es que hubiera concurso de por medio ni que tuviera aspectos que fueran públicos o de participación de la comunidad. Simplemente un día, en una junta con los profesores se les dijo quién sería el ungido y los más atinaron a aplaudir, más como una forma de que la reunión que los distrajo de sus actividades terminase que como una expresión de algarabía. Le fueron asignados diversos cargos y la próxima ocasión que tuvieron una junta similar, al fin fue coronado, cayendo un poco de sorpresa porque si bien se había escuchado sobre dicha posibilidad -que se daba como un hecho en los pasillos- esta vez no estuvo acompañada de su campaña.

Marco, que renunció a su nombre para hacerse llamar Señor Rector, se hizo distante de la comunidad en la misma medida que se dedicó a atender y consentir a quienes consideraba su equipo, uno que curiosamente era más administrativo que docente y en los que encontró tal fidelidad, que eran verdaderos retenes para llegar al rector por cualquier asunto laboral que se tratase. Había temporadas en las que sólo se le veía en eventos oficiales y otras tantas que al cruzarse con el mismo y querer aprovechar la oportunidad, tenía que quedarse la misma en oficio al verle entusiasmado conversar con su séquito sobre las reuniones tenidas con los funcionarios, ya ni siquiera prestando atención a su alrededor.

Fernando sabía que iban a correrle, de eso no tenía duda, empero lo que lamentaba es no contar con grabación alguna de las muchas veces que se le amenazó con lo mismo pese a que llevaba tiempo tomando precauciones extra que se convirtieron en un hábito imitado además por varios de sus compañeros en la misma situación.

Marco, que renunció a su nombre para hacerse llamar Señor Rector, se hizo distante de la comunidad en la misma medida que se dedicó a atender y consentir a quienes consideraba su equipo

Todos creyeron en algún momento que se trataba de un mero berrinche. Las pataletas mas que forzadas transmitían el mensaje de molestia pero su exageración daba un poco de tranquilidad, pues no fueron pocos quienes recurrieron a los dichos populares para resumirlo en un llano “perro que ladra no muerde”.

Pero hubo tres profesores que en el ocaso de su carrera, no se iban a quedar con la boca callada. Hartos estaban de haberse preparado en las mejores universidades del país para luego verse reducidos a meros acarreadores cuya función era la de vigilar que los alumnos no abandonaran los eventos a los que eran obligados a huevo a asistir. Simulaban pases de lista y a regañadientes asentían -y obedecían- cuando los chalecos rojos les pedían que controlaran “su zona”. Hay animales de los que no existe argumento científico que explique cómo es que se metieron allí y mucho menos, cómo es que con sus prepas truncas se sintieran no sólo en la confianza de darles órdenes sino de incluso levantarles la voz, so pena de ser “acusados” con el rector de rebeldía. Esas bestias que con camisas sin planchar, mezclilla harapienta, con olor a bohemios trasnochados y perfume barato que cuando hablaban destacaban no tanto por lo alto de su voz al querer llamar la atención sino por sus palabras como “dijistes, trajistes, haiga, ora…”, entre otras, eran los operativos del partido tricolor y por tanto, al menos durante los eventos donde el gobernador aparecería, se asumían como sus jefes y capataces.

Se negaron una vez y se les citó. La segunda ocasión accedieron, pero no sin antes informar a quienes tutelaban que la acción era ilegal y que no había obligación de ir. Para no meterse en problemas los demás aceptaron, pues para algunos no estar en las aulas era un paseo codiciado, pero otros, provenientes de Sahagún, se negaron a “la invitación” por no tener ninguna garantía sobre cómo regresar a sus hogares. Fueron reprobados y los maestros dados de baja. Tras negociar, dos aceptaron su liquidación y uno más regresó a laborar hasta alcanzar las semanas que le faltasen para gozar de la compañía de su familia, sus libros, su perro e incluso de una mecedora que aún no había adquirido pero que ya tenía en mente: sólo de esa forma aguantaba la mirada burlona del rector, quien a espaldas suyas rogó como si fuese su pareja “voy a cambiar”, “no volverás a ver eso”, “somos humanos y nos equivocamos pero gracias por señalarlo”, no, simplemente divulgó que le dio lástima su condición y que tuvo que aceptarlo por el aprecio que tenía a sus familiares, pero que ahora lo tenía en la bolsa y al primer cambio de humor no se volvería a tocar el corazón.

Fue por ese antecedente que cuando se propuso checar en Dirección, la administrativa que por primera vez llegó antes que él, le detuvo para decirle que esperara, que el rector había dejado instrucciones para que se presentara en el área jurídica. Esta vez no increpó y se dirigió al lugar, pensando en el camino que hubiera colocado su papel en la máquina selladora para que constatara su hora de entrada “por cualquier cosa”. Se apersonó el Jurídico. Quiso notificarle su baja. El profesor la ninguneó -así como al personaje regordete-. Leyó que la plaza que contaba iba a recortarse. Puso la circular en el escritorio de quien todavía le hablaba pese a saberse ignorado. Apretó los puños. Volvió a subir a rectoría. Habló con la secretaria. Fue inútil. Supuestamente, en los cinco minutos que bajó, el rector se presentó y luego volvió a salir sin dejar dato sobre su hora de regreso… su carro seguía allí.

Esas bestias que con camisas sin planchar, mezclilla harapienta, con olor a bohemios trasnochados y perfume barato que cuando hablaban destacaban no tanto por lo alto de su voz al querer llamar la atención sino por sus palabras como “dijistes, trajistes, haiga, ora…”, entre otras, eran los operativos del partido tricolor y por tanto, al menos durante los eventos donde el gobernador aparecería, se asumían como sus jefes y capataces.

Dijo con una voz más alta de lo normal que haría una huelga de hambre y lo hizo así porque no le hablaba a la secretaria sino a quien se escondía detrás de la puerta desde la que escuchó cómo dejaban de hacer ruido en cuanto habló con la secretaria para aparentar ausencia, así como los ratones mascan más lento cuando se saben sorprendidos para evitar ser delatados.

De haberse quedado cerca habría apreciado el momento en que la secretaria abrió la puerta, se acercó al escritorio vacío un tanto sorprendida por no ver mas que soledad y luego vislumbrar la silueta del rector cerrar la puerta, Con las persianas cerradas la luz los devoró. Ella decía “espera”; él sólo respiraba agitado. Ella le dijo que “no era el momento”. Él estaba incomprensiblemente excitado. Ella seguía murmurando cosas y él desabotonaba. Lo último que dijo ella fue “nos van a ver” y después, pensó él, por fin se calló.

Después vino la huelga de hambre, las burlas, las miradas de compañeros cómplices que delataban admiración pero que después volteaban a otro lado. El calor. Las preguntas de los medios, casi todas parecidas, en las que querían esconder el desconocimiento del contexto. Las horas. La prolongación de la huelga. Las loas. Los periodos de soledad. El debilitamiento. La sed. Las ausencias…
comenzando por la del rector. Los días. La salud.

Y luego la noche. La falsa reunión. Las sirenas. Los gritos. La semi consciencia. Los paramédicos, los jalones, las preguntas, los golpes, las dudas, el temor, las voces, las caras, la desesperación, la huida, el asiento, el ingreso, la valoración, la camilla y luego, finalmente el día.

Tras despertar de una noche tortuosa, sus acompañante se encontraban aún dormidos y no hizo por despertarlos. Se sintió querido. El dolor y las magulladuras con su cuerpo debilitado le recordaban que estaba vivo. Cabeceando, uno de sus familiares le vio despertar y este lo mandó a descansar. Salieron de la habitación.

Entró el médico, uno al que le llamó la atención la valoración de un estado crítico por complicaciones de diabetes provocadas por la falta de ingesta. Este ya había hablado con sus familiares justo cuando leían la poca cobertura al caso. Le preguntó si era responsable

-¿De qué?

-De haber cometido dos crímenes.

-No he cometido ninguno.

-Dicen los medios que agredió al rector y que incluso agredió a los paramédicos.

-Eso es una mentira.

-¿Puede alguien tener tan mala suerte de ser acusado de cometer dos crímenes sin haber cometido falta alguna?

-No lo sé, pero yo no hice nada, soy la víctima.

El médico asintió, aunque sin creerlo y se fue. Afuera, pidió que la enfermera tomara signos.

La presente crónica es ficticia, así como sus personajes. Tómelo como una mera narrativa que no necesariamente tiene que ver con la realidad.

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