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Febrero 26, 2019 09:41 hrs.
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Samuel Schmidt › Emmanuel Ameth Noticias

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La polémica sobre la Guardia Nacional corrió con toda razón en gran medida sobre el papel de los militares. Las fuerzas armadas le juran lealtad al gobierno en turno, pero no se lo juran a la honestidad, los derechos humanos y la dignidad de la sociedad.

Los militares llevan muchas décadas con una imagen y reputación ensuciada por sus acciones violatorias de las garantías individuales. En su cuenta está la persecución de periodistas, la desaparición de personas, la violación de mujeres, los estados de sitio supuestamente justificados en la Ley de Armas, la tortura, y debemos recordar la guerra sucia cuando usaron métodos como los de los militares de Argentina y Brasil.

No hay ningún motivo para pensar que simplemente por el cambio de gobierno van a cambiar su actitud y acciones agresivas. Más aún, ciertas acciones del gobierno parecen indicar que el peso del ejército le ha impuesto al gobierno un incremento en la militarización del país: van a modificar la estructura de un aeropuerto militar, lo van a operar y se quedaran con los recursos de esa operación. Es un absurdo y una agresión.

El hecho que el senado haya reducido el papel que el ejército cumplirá en la Guardia Nacional es un respiro muy menor, porque en la práctica la nueva ley garantiza su presencia en el país. Mientras que deberíamos estar de lleno en la estrategia para devolverlos a los cuarteles y en la reducción del papel y peso de las fuerzas armadas en la economía y la sociedad.

Los gobiernos neoliberales apostaron a crear nuevos cuerpos policiacos frente al crecimiento del fenómeno del Crimen Autorizado, que consiste en la asociación estrecha entre los criminales y el poder político y como instrumento represivo frente al aumento en la resistencia civil como mecanismo de defensa ante el avasallamiento de la concentración de la riqueza y el empobrecimiento masivo de la sociedad. Pero los nuevos cuerpos policiacos se corrompían de inmediato. El caso extremo ha sido el de la unidad militar que se convirtió en un cartel sanguinario (los Zetas).

El planteamiento de AMLO fue que había que atacar el fenómeno de la violencia desde su origen, lo que parece correcto. Se supone que al crear desarrollo económico y oportunidades para la gente, ésta no se inclinaría por lo criminal; parece inferirse que se aborda la criminalidad como opción ante el empobrecimiento extremo y las puertas cerradas para progresar. El empobrecimiento del empleo ha golpeado desde la clase media hasta los sectores sociales que han visto caer su calidad de vida desde los 1970s. El problema de la propuesta es que revertir esos desequilibrios económico-sociales toma años, mientras que los criminales no dan respiro.

Típicamente se ha caído en la trampa de atacar el síntoma de la enfermedad tal vez porque se ha convertido en causa de la enfermedad. La violencia es el resultado de la corrupción extrema del país que ha invadido al todo social. Existe la noción de que uno se puede apropiar de lo que sea sin preocuparse de quién sea el propietario. Un empleado puede robarle al patrón, el patrón puede robarle al fisco –que es el pueblo entero-, el gobierno puede robarle a la sociedad, y así encontramos que el robo es lo único verdaderamente democrático en el país, porque está al alcance de todos. Lo mismo podríamos decir de las ventajas personales que otorga la transgresión. Desde el dentista que le cobra de más a un narco, el empresario que le vende vehículos a los criminales, hasta el campesino que ve más redituable cultivar amapola; ninguno es inocente y sabe muy bien las consecuencias de lo que hace. Beneficiarse de la interacción con los criminales no hace menos criminal la operación, aunque parezca legítima, ya sea que el dentista o el empresario paguen impuestos –limitados porque el narco paga en efectivo- o que el campesino sienta que realizó el slogan revolucionario: la tierra es de quién la trabaja.

Es temprano para especular sobre la Guardia Nacional, especialmente porque no conocemos a detalle toda la estrategia para combatir el crimen, incluyendo la revisión detallada para asegurar un comportamiento legal y ético de ’los nuevos policías’.

No requerimos de juegos de palabras: entrarán policías militares a la policía, se desmilitariza un cuerpo pensado para ser manejado por los militares, cambiar el organigrama es el contrapeso necesitado; requerimos del establecimiento de mecanismos de contrapeso a los excesos militares y las violaciones correspondientes a los derechos humanos a los que nos tienen acostumbrados los policías, militares y marinos, sin eso, todos los esfuerzos de limpieza se quedarán cortos.

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